Históricamente, el día mundial de hábitat, el primer lunes de octubre de cada año, ha estado centrado en enfocar las falencias del entorno inmediato que compartimos, o pareciera que compartimos, la mayoría de las personas que habitan la ciudad. La vivienda como derecho, el acceso a servicios básicos en las ciudades, la integración social dentro de las mismas, cómo el cambio climático afecta a las metrópolis, etc., han sido las principales temáticas tratadas desde la instauración de este día en 1985.
Las ciudades concentran, desde hace algunos años, mayor porcentaje de población que las zonas rurales a nivel global y, en ese sentido, es coherente que el foco del día del hábitat sea el ambiente en el que se dan la mayoría de las interacciones humanas. En esa misma línea, es preocupante la falta de atención que ha recibido la producción de el hábitat urbano en el día a día, considerando que la mayoría de la población mundial reside en una zona urbana. Es posible que esta falta de atención sea por la creencia generalizada en que es muy difícil transformar el medio en el que uno habita sin participar de las instituciones directivas, por lo que la conmemoración del día ha tomado un cariz más denunciante que interpelador, lo que puede atribuirse a la misma razón: un individuo no puede transformar sustancialmente el hábitat en el que habita, sí, puede cambiar el jardín de su casa, los espacios comunes de su edificio, pero es muy difícil que pueda construir una ciudad con menos calles y más parques, o una ciudad centrada en el peatón y no en los vehículos motorizados.
La modernidad, para bien o para mal, ha transformado el entendimiento colectivo de lo público y ha traspasado casi en su totalidad la producción del espacio urbano a las instituciones burocráticas estatales que, si bien muchas veces están comandadas por líderes democráticos, responden inequívocamente a la lógica cuantitativa inherente a la burocracia. Esta perspectiva ha limitado en gran medida la influencia de los individuos en la producción de lo público, que, a mí parecer, es necesario en tanto da un marco estable para la realización de proyectos de vida de los ciudadanos pero que también, como efecto secundario, ha casi imposibilitado la transformación colectiva de lo público en dicho marco. Es por esto que es necesario que las instituciones tengan la capacidad de reconocer que las condiciones que permiten la existencia de la ciudad moderna son las mismas que imposibilitan una retroalimentación entre las instituciones que planean la ciudad y las personas que las habitamos.
Para sortear esta cristalización de la burocracia la respuesta parece ser obvia: incluir en la toma de decisiones sobre la ciudad (p.e: plano regulador de suelos) a quienes experimentamos la ciudad día a día, pero incluir a través de plataformas de representación colectiva, vale decir, movimientos políticos, juntas de vecinos, ONGs, etc., y hacerlos parte de la producción del hábitat urbano de una forma institucionalizada, sostenible y a largo plazo, que permita una retroalimentación constructiva.
Producir lo público de forma colectiva e igualitaria, pero desde la institucionalidad, para volver dicha producción en algo sostenible y a largo plazo, debe ser el foco del día del hábitat 2023. Considerando una perspectiva amplia y participativa podemos continuar enfrentando la emergencia climática que vivimos con hábitats urbanos construidos por las personas que los habitan cotidianamente y no solamente por las instituciones planificadoras. A través de la organización colectiva en voluntariados, juntas de vecinos, gremios, etc., debemos comenzar a articular la producción de un hábitat urbano pensado desde las diferentes necesidades y urgencias de quienes habitamos dicho espacio.
Escrito por Emilio Chahuán